
COLUMNAS
Que viva la ciencia, que viva la poesía #4
Al patio de los callados
No tengo muchos lectores de poesía.
Desconozco por qué una de las artes más bellas, esa de hacer alquimia con las palabras y enderezarlas hacia la cabeza y el corazón (aunque no necesariamente en ese orden) al momento de hacerse libro tiene una frecuencia distinta. Una canción es necesariamente una poesía. Previa o posteriormente. Y todos, hasta los peores de nuestra especie, en algún momento entonamos una canción. Pero cuando se vuelven libros, por acá, me cuesta encontrarles lectores.
Alicia era una señora, de las que llamaríamos “grande”, que brillaba ese enero de hace dos veranos atrás.
La recordaba de cuando un par de meses antes, al pasar frente a su casa, nos obsequiaba a los vecinos unas plantitas de su jardín y nos prometía más para cuando volviéramos a pasar. Dos o tres días después de los primeros plantines de frambuesa vino a preguntarme si conocía a Gabriela Mistral. Obviamente le contesté que no a ella personalmente (y sonrió, claro), pero sí que recordaba algún verso suelto de haberlo leído hacía tantísimo:
Este largo cansancio se hará mayor un día,
Y el alma dirá al cuerpo que no quiere seguir
Arrastrando su masa por la rosada vía,
Por donde van los hombres, contentos de vivir (…)¹
Se me sumó a recitar los dos últimos versos y ambos sonreímos al final de la cita.
Luego fuimos y vinimos en la conversación (enero no es especialmente concurrido en mi librería y me permite algunas charlas más extensas) y ahí pude saber que la Mistral se le había grabado a fuego a Alicia mientras vivió en la Chile natal de ambas hasta que decidió venir a Argentina, donde conoció el arte de la docencia (así exactamente me lo dijo) y pudo leer a Alfonsina Storni, enamorarse y desenamorarse y luego traer a su hermana y los hijos de ella, que habían quedado del otro lado de la Cordillera, para cuando dejaron de votar por allá y entonces las alamedas empezaron a cerrarse.
Yo no tenía libros de la Mistral; tampoco de Alfonsina. Conseguí algunos que finalmente Alicia también tenía.
Durante el año pasado, Alicia volvió un par de veces a la librería. En esas oportunidades se llevó algún libro de la Bellesi (le gustó), luego de Mariano Blatt (no le gustó nada) y luego… No recuerdo si era invierno y entonces no convidaba plantas al paso o era que la poesía no se llevaba bien con el frío, pero fue espaciando sus visitas.
Por esas cosas que uno nunca sabe, no me tocó volver a pasar por el frente de su casa. La frambuesa que planté en mi casa se fue expandiendo hasta invadir más allá de lo que me hubiera gustado.
Supe por terceros que el jardín de ella estaba algo descuidado.
Un día, entre las novedades de una editorial y en una caja de esas que esperamos siempre, con libros repletos de ideas nuevas, páginas que abrazan con palabras que abrasan, llegó un mazo de cartas literarias de Alfonsina Storni.²
Fui a ver a Alicia a la casa, claro, llevando el tesoro.
Llamé desde el portón esperando verla salir, pero salió un joven (supe después que se llamaba Sergio y era uno de los sobrinos que Alicia había podido traer cuando era chiquito) que me dijo que Alicia estaba sentada mirando. “Mirando”, me dijo. “Cada tanto recita algo que no sé de qué se trata pero suena lindo”, comentó. Me dejó pasar a verla porque ella le había comentado alguna vez que buscaba libros en mi librería.
Miraba a través de la ventana a algún lugar. Le hablé, le mostré las cartas y le leí algunos de los fragmentos de poemas de Alfonsina que aparecían ahí. Apenas pestañeó. Tenía una mantita sobre las piernas.
—Yo creo que está de camino al “patio de los callados” —dijo Sergio.
—¿Qué es el patio de los callados? —le pregunté.
No entraba una estrella más en el cielo la noche de ayer.
Recordé cuando Alicia me recitó con sorna aquello de la Storni haciendo cita a un contrariado amor:
(…) Hombre pequeñito, hombre pequeñito
Suelta tu canario, que quiere volar…³
Y sonreí levemente como sospecho que le hubiera gustado que sonriera.
Sergio me contó que los últimos días en que la asistió hasta su desenlace le aliviaba que le leyera poesía y que a él mismo, que no se reconoce lector, terminó por gustarle la poesía.
—¿Qué es el patio de los callados? —le pregunté.
—Eso que acá llaman “cementerio”.
¹ Fragmento del poema “Este largo cansancio” de Gabriela Mistral, en Desolación (1922).
² Versos desencontrados – Libro-juego de escritura poética (Forchetti, Laura, Buenos Aires, 2020, Tinkuy).
³ En Irremediablemente (1919).

Roberto Szmulewicz
Librero
Es librero desde hace más de 20 años en Dina Huapi, una ciudad a orillas del lago Nahuel Huapi.
Estudió Letras y Ciencias de la Educación pero le gustó más la idea de ser puente entre los libros y los lectores.
Está en situación de actualización permanente respecto de la literatura infantil y juvenil.
Dicta talleres para lectores adultos y colabora con distintos espacios locales, radiales y escritos.
En 2019 obtuvo el Premio Pregonero de la Fundación El Libro a la mejor librería infantil.
Se siente orgulloso de integrar un colectivo sin nombre pero multitudinario: el de quienes queremos que lxs pibxs lean mejor.
Su correo electrónico: libreriaelprofedinahuapi@gmail.com
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