Teleasistencia y envejecimiento

Hacia una ética del cuidado conectado

Una colaboración con

por Diego Pizzini

30 de abril de 2025

Cuidar a quien lo necesita siempre fue un acto humano, profundamente humano. Acompañar a quien ya no puede hacerlo solo, estar presente cuando el cuerpo empieza a fallar, sostener a otro sin que esto implique la pérdida de su dignidad son gestos que marcan nuestra condición humana. Por lo tanto, el cuidado aparece como un principio ético que implica el reconocimiento del otro como semejante, como sujeto de derechos y cuya dignidad impide que sea tomado como objeto o individuo sin capacidad de decisión ni posibilidad de ejercer algún tipo de autonomía.

El inicio y el final de la vida comparten una misma condición: la necesidad de ser cuidados. Sin embargo, mientras en la infancia ese cuidado busca formar, fortalecer y preparar al individuo para alcanzar la autonomía, en la vejez se orienta a acompañar, sostener y dignificar el tránsito hacia el final de la existencia.

Desde hace quince años estoy a cargo de la dirección de diversos servicios de teleasistencia: coordino el equipo de operadores, diseño los protocolos de atención, audito las grabaciones de las llamadas, etc.
He confirmado, por experiencia, que el respeto a la autonomía no sólo preserva la dignidad de la persona, sino que fortalece el vínculo de confianza entre quien cuida y quien es cuidado.

Desafíos y oportunidades de envejecer en un mundo hiperconectado

El envejecimiento acelerado de la población mundial, impulsado por el aumento de la esperanza de vida y la disminución de las tasas de natalidad, está generando impactos profundos en los sistemas de Salud y en las dinámicas sociales. En Latinoamérica, y especialmente en Argentina, las políticas públicas aún resultan insuficientes para responder a este desafío.

Actualmente, en el país, la población adulta mayor enfrenta un panorama preocupante: deterioro en sus condiciones de vida, aumento de la dependencia básica y menor acceso a cuidados adecuados. Según un informe reciente del Observatorio Humanitario de Cruz Roja Argentina, más del 29% de las personas mayores de 65 años vive en situación de pobreza, lo que evidencia una alarmante vulnerabilidad estructural.

 En estos años de trabajo he podido observar que, más allá de los números, estas situaciones de vulnerabilidad impactan profundamente en la autoestima y en la percepción de valor personal de muchos adultos mayores.

En la sociedad contemporánea, el grupo familiar continúa siendo el principal sostén en el cuidado de las personas adultas mayores. Ese apoyo, muchas veces silencioso y atravesado por el afecto, conlleva tareas para las que las políticas públicas aún no brindan una respuesta suficiente.

Frecuentemente, en mi trabajo cotidiano, veo cómo las familias se debaten entre el amor y el cansancio, entre el deseo de cuidar y las limitaciones reales que enfrentan.

Sin embargo, que la familia esté presente no implica que esté preparada para responder de manera efectiva, no sólo en términos de conocimientos, sino también de recursos y tiempo. La voluntad y el cariño hacia esa persona mayor no siempre son suficientes: se necesita acompañamiento profesional y saberes específicos. Además, delegar exclusivamente estas responsabilidades en la familia puede derivar en una sobrecarga emocional y física que genera desgaste, frustración y culpa.

A veces alcanza con que la abuela, viuda desde hace algunos años, siga viviendo sola en la casa de siempre para que la familia empiece a preguntarse, más por temor que por certeza, si aún está en condiciones de hacerlo. Basta una caída, el olvido de una hornalla encendida o la progresión de una enfermedad para que se acelere la necesidad de tomar una decisión.

¿Cuántas veces las decisiones sobre nuestros mayores parten más del miedo que de un verdadero diálogo sobre sus deseos y necesidades? En esos momentos suelen aparecer las opciones tradicionales: llevarla a vivir con algún familiar, contratar a un cuidador o institucionalizarla. Sobre esas opciones se decide, muchas veces, sin siquiera consultar a la persona a la que se quiere proteger o se elige la opción posible. Como consecuencia, lo primero que pierde esa persona mayor es su privacidad, su autonomía y su arraigo. No se trata de negar que hay situaciones que requieren tomar decisiones de este tipo, pero sí de recordar que deberían ser el último recurso, luego de haber agotado todas las alternativas posibles.

Una alternativa integradora

Todo lo explicitado revela una brecha crítica en el acceso a apoyos efectivos. En ese sentido, la teleasistencia se presenta como una herramienta estratégica para brindar acompañamiento remoto, asistencia cotidiana y contención emocional, especialmente en hogares donde las limitaciones económicas impiden acceder a servicios presenciales.

Hoy, más que nunca, necesitamos herramientas que no solo lleguen a más personas, sino que también respeten su singularidad y su proyecto de vida.

En 2016, Klaus Schwab, presidente del Foro Económico Mundial, presentó el concepto de Cuarta Revolución Industrial para describir cómo la convergencia de tecnologías disruptivas, como la inteligencia artificial, la robótica, el internet de las cosas, la biotecnología y la computación cuántica está transformando todos los aspectos de la vida humana. Hoy, casi una década después, no quedan dudas de que la tecnología atraviesa nuestra vida cotidiana con un protagonismo asombroso. Ha dejado de ser una herramienta puntual para convertirse en un componente estructural de nuestras formas de habitar el mundo, de vincularnos… y también de cuidar.

Frente a las crecientes demandas de atención y cuidado, las tecnologías emergentes de la comunicación y la información, junto con innovaciones como la telemedicina, los dispositivos de monitoreo remoto, la inteligencia artificial aplicada al cuidado personalizado y los robots de asistencia, están transformando la manera en que se brinda apoyo a las personas adultas mayores. Estas herramientas abren nuevas posibilidades frente a las opciones tradicionales, ya que ofrecen formas de acompañar más adaptadas a las necesidades actuales, sin renunciar a la autonomía ni a la cercanía.

Ayer y hoy

La teleasistencia surgió en la década de 1970 como una respuesta tecnológica a los desafíos del cuidado. En Estados Unidos, Reino Unido y Suecia, se orientó a brindar ayuda básica a personas mayores que vivían solas, mediante dispositivos conectados a líneas telefónicas. En contraposición a esos modelos limitados, la teleasistencia que estamos implementando en la actualidad se basa en un acompañamiento remoto que, aunque mediado por tecnología, busca estar cerca de las personas. Se apoya en diversos dispositivos que permiten ofrecer mucho más que una respuesta ante emergencias: llamadas sociales para aliviar la soledad, recordatorios para la toma de medicación, orientación en actividades de la vida diaria, asesoramiento personalizado y contención emocional. Son soluciones que no solo mejoran la eficiencia y calidad del cuidado, sino que promueven la autonomía, el envejecimiento activo y la posibilidad de que los adultos mayores continúen viviendo de manera saludable, conectada y con sentido.

El verdadero desafío no está solo en incorporar tecnología al cuidado, sino en hacerlo sin perder lo esencial: la humanidad del vínculo. Cuidar no es simplemente asistir o monitorear; es estar presente, aun en la distancia. Desde una perspectiva en la que se mire al otro como alguien único, con historia, con deseos, con derecho a decidir, la tecnología puede ayudarnos a ofrecer soluciones más eficientes, a acompañar mejor, a facilitar el día a día. Pero si en ese proceso perdemos la calidez, la escucha o el reconocimiento, habremos ganado en funcionalidad, pero habremos empobrecido el sentido profundo de lo que significa cuidar.

No se trata de oponer lo técnico a lo humano, sino de integrarlos con sensibilidad, criterio y responsabilidad. Porque cuidar con tecnología es posible siempre que no olvidemos que, del otro lado, no hay un sistema de información, sino una persona que espera ser cuidada. Aunque el contacto sea remoto, el cuidado sigue siendo un acto profundamente humano entre quienes necesitan y quienes eligen estar, sólo sucede una transformación en el vehículo a través del que se ejerce ese cuidado.

Las organizaciones que lideren este nuevo paradigma no serán solo las más innovadoras, sino aquellas que entiendan que el corazón del servicio sigue estando en las personas que lo sostienen: equipos humanos con vocación, compromiso y empatía. Porque como bien dijo Albert Schweitzer: “Lo esencial no es tanto ayudar al otro, sino no olvidarse nunca de su humanidad”.

Diego A. Pizzini

Diego A. Pizzini

Técnico Universitario en Emergencias y Protección Civil

Gerente de Operaciones del servicio TeleHealth de PalCare

Excoordinador del Servicio de Teleasistencia de Cruz Roja Argentina

 

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