Conjugue el verbo leer: buscar, curiosear, preguntar, doler
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¿Es una librería enfrente de una escuela un espacio de Salud comunitaria? ¿Se dan allí conversaciones transformadoras, pedidos en voz baja, confesiones aliviantes? ¿Se encuentran respuestas entre las páginas lisitas y coloridas de los libros para infancias? ¿Se busca la mano del librero para que nos dé la seguridad de volver a profundizar en lo esencial, en aquello que crecimos para olvidar?
La literatura y la poesía pueden ser un refugio, que hace un puente al que no le importan el tiempo y el espacio… solo la sincronía del papel y unos ojos abiertos. A veces, para que se dé ese encuentro, tiene que haber un guardián, que cuide, promueva, facilite, observe, escuche, y lleve a las manos justas las páginas exactas, esas que traen más preguntas y más ganas de que el papel, los sentidos y ese mimo de las palabras se multiplique.
Roberto Szmulewicz es uno de esos guardianes. Y cada mes no va a regalar una historia sucedida en su castillo de la estepa, entre tijeritas y papel glasé, entre recreos y preguntas existenciales, entre la vida y la muerte.
Que viva la ciencia, que viva la poesía #1
Libroayuda
La mamá se enteró cuando ya estaban lejos.
Gastón la llamó desde el celular del papá, que había fallecido hacía unos pocos minutos en el micro que los llevaba a Buenos Aires.
El hombre le había dicho que iba al baño, pero como se demoraba y un rato antes le había comentado que no se sentía bien, el pibe se preocupó. Fue hasta la puerta del baño del micro y golpeó la puerta.
Ante el silencio (aunque el ruido del micro era abrumador) preguntó “Papá, ¿estás bien?”. No hubo respuesta. Golpeó más fuerte y repitió la pregunta levantando la voz.
Luego, avisar al chofer, la puerta cerrada, Chichinales que no tiene ambulancia, en la ruta 22 no siempre hay señal, la Policía… un desastre todo.
—Imagínese —me dijo ella, más triste que seria —¡17 años tiene mi pibe! Iba a probarse a Banfield. Lo de él es el fútbol y ahora lo mirás y está hecho un trapo, pobrecito.
—Claro, comprendo —fue todo lo que pude decir.
En realidad, no sé si venía a comprar un libro, aunque dijo que sí. Más bien parecía buscar una respuesta a eso que le ocurre a Gastón: tener que sobrevivir con ese recuerdo permanentemente, de acá en adelante.
No vendo libros de autoayuda. Acaso era algo así lo que ella buscaba, pero no es lo que vendo. Y recomendar un libro a propósito de algo me resulta un despropósito.
Tal vez hay algo en el libro, en el objeto libro, que genera una fantasía que lo hace cercano, casi sinónimo, de la palabra respuesta: libros para aprender a hacer soufflé, para podar rosas, para hacer pis, para doblar la ropa así y asá y que te quede linda siempre, para cuidar mascotas. Libros. Siempre ahí, al alcance de tener la respuesta.
A Gastón, además, no le gusta leer. En realidad no sabe si le gusta o no. Sus lecturas solo se limitan a lo que le dan en la escuela y un poco más. Lo sé porque lo conozco desde que nació y también porque conozco a su familia desde un poco antes.
Ella no sabe aún cómo ayudarlo con la ausencia de su papá. Me pregunto cómo se está ayudando a ella misma, también, ante la falta de su compañero de toda la vida.
Y aunque miro los lomos de estas maravillas, uno a uno, portada a portada, retomando mentalmente cada perfil, no hay caso.
Yo tampoco puedo con la angustia…
Que viva la ciencia, que viva la poesía #2
Luisa sabe
“Resolvió tirarlo al lago. Bueno, dicho así suena feo; mejor sería decir ‘resolvió esparcir sus cenizas en el lago’. La cuestión es que ahí lo tiró. Eso de tener la urna en casa, sobre la chimenea, un recordatorio permanente en su vida cotidiana como algo sagrado, no era para ella. No se veía a sí misma como esas viudas de las películas, vestidas de negro, con el pañuelito en la mano, suspirando mientras miran en dirección al jarrón donde está él. O lo que queda de él. Que quién sabe. Porque se pudieron haber confundido y entregado las cenizas de otro. Total, no es que alguien vaya a abrir la urna, meter el dedo para sacar un poquito de polvo, probar, revolear los ojos y decir: ‘Mmm, ese sabor… Debe ser él’.”
A veces sucede que te dicen “Estoy mirando” y es cierto. Sólo miran. Hay quien viene y, claro, dice que busca el libro de tapa azul (el terror de cualquier librero). Otras veces te dicen “Estoy buscando algo que tenga que ver con…” y podés bajar un montón de títulos pero ninguno está exactamente entre lo que querían.
Con Luisa fue distinto. Dijo “No sé muy bien qué es lo que busco, pero te aviso” y empezó a mirar.
La había visto unas pocas veces en la calle, podía tener idea que era de acá, pero no había conversado nunca con ella ni tenía ningún recuerdo que pudiera asociarla con nada.
Entre los ejemplares que una librería tiene en exhibición, más de una vez tenés algún libro inclasificable, ese que está a mitad de camino entre el ensayo y la novela, los de anécdotas, los de algún vecino que quiso y pudo hacer una edición de autor, en fin, las posibilidades completas de escribir y darle forma de libro.
Pero Luisa buscaba otra cosa.
Al rato vino con tres ejemplares en la mano, consultó los precios, no se decidió.
Al día siguiente volvió y apuntó directamente sobre uno con un particular color predominantemente violeta sobre fondo blanco. Justo entonces entró un cliente habitual nuestro, la saludó con un abrazo y luego le preguntó por “el trámite”. Ella respondió “Millones de papeles que firmar” y algunas cosas más que no pude (ni me pareció prudente) registrar.
Luisa y nuestro cliente habitual siguieron conversando. Mientras seguía atendiendo pude oír que quien fuera Juan empezaba a estar en un sitio importantísimo, pero que también sería feliz si ella sostenía con alegría su vida y que en eso estaba.
Mi cliente cerró la conversación con Luisa y me preguntó por el libro que me había encargado. Había llegado esa misma mañana; lo envolví para regalo y listo.
Antes de irse, gestualmente nos incorporó en una conversación. Nos dijo, a Luisa y a mí: “Acá no te va a faltar el libro que estás buscando”, y los tres sonreímos.
Me animé a decirle a Luisa que hacía años conocíamos a Germán, que era un gran lector. Ella asintió y se sintió en confianza como para contarme que él y su esposa la habían acompañado mucho y muy bien en el primer tiempo de su duelo y que a ellos les debía estar empezando a escribir algunas cosas sueltas en un taller que le habían recomendado, que se le estaba “soltando la mano y la cabeza” para ir sacando ideas que tenía y que al volver del trabajo le dedicaba un rato a la cuestión.
Como el mate estaba listo y aceptó uno –amargo, por supuesto–, abundó en que no quería escribir como una viuda, ni quería ser “la viuda de”, pero que tampoco estaba pudiendo salir tan fácilmente de ahí, que de a poco estaba volviendo a la vida social y que discute con la vida a cada rato.
Se llevó ese libro de un violeta predominante sobre fondo blanco.
Sabe lo que busca y seguramente lo va a encontrar.
Mientras tanto, lee Sindicato de viudas, librazo inclasificable de Laura Weinberg.
ROBERTO SZMULEWICZ
Librero
Es librero desde hace más de 20 años en Dina Huapi, una ciudad a orillas del lago Nahuel Huapi.
Estudió Letras y Ciencias de la Educación pero le gustó más la idea de ser puente entre los libros y los lectores.
Está en situación de actualización permanente respecto de la literatura infantil y juvenil.
Dicta talleres para lectores adultos y colabora con distintos espacios locales, radiales y escritos.
En 2019 obtuvo el Premio Pregonero de la Fundación El Libro a la mejor librería infantil.
Se siente orgulloso de integrar un colectivo sin nombre pero multitudinario: el de quienes queremos que lxs pibxs lean mejor.
Su correo electrónico: libreriaelprofedinahuapi@gmail.com