Memento Mori¹
¿Es lo mismo hablar de eutanasia que de muerte asistida?
por Susana Ciruzzi
14 de enero de 2025
La muerte es dulce, pero su antesala es cruel.
Camilo José Cela
Me permito compartir algunas breves reflexiones originadas en el editorial del diario La Nación, publicado este pasado domingo 5 de enero, referido a la eutanasia y su marco conceptual.
Vida y muerte son un binomio inseparable que nos atraviesa como personas y como sociedad. En una comunidad que no está acostumbrada a hablar de ello, en la que la muerte aparece como un tabú y se la ve como algo que les pasa a otros, es importante que al plantear el tema seamos precisos conceptualmente.
Empecemos desmenuzando las palabras y expresiones usadas en el editorial.
Eutanasia y suicidio (médicamente) asistido
La eutanasia es la conducta realizada por un profesional de la Salud, a pedido del paciente y con su consentimiento, dirigida a provocar su muerte con la finalidad de evitarle sufrimientos intolerables.
Por eso, es activa, voluntaria y directa. Se requiere de una acción que intencionalmente ocasione la muerte del paciente. El sujeto activo (quien realiza la acción) es siempre un profesional de la Salud. El sujeto pasivo (quien presta su consentimiento y requiere la práctica) es siempre el paciente. El motivo del sujeto activo debe ser siempre piadoso (evitar sufrimientos intolerables para el paciente, por ejemplo).
La diferencia fundamental con el suicidio (médicamente) asistido es que en este último el profesional de la Salud aconseja y/o facilita los medios para que el propio paciente termine con su vida, pero no ejecuta la acción.
«La adecuación del esfuerzo terapéutico es una decisión médica. El rechazo a un tratamiento médico es un derecho del paciente. La eutanasia y el suicidio asistido son alternativas en el final de la vida»

Algunos puntos de partida desde la Bioética
La relación asistencial está gobernada por el conocimiento científico, que se plasma en la llamada lex artis (la praxis médica), pero ese conocimiento interactúa con el interés individual valorativo del paciente (que sus derechos sean respetados, especialmente su integridad y dignidad) y el interés social (que esa relación sea recíprocamente respetuosa de los derechos y obligaciones personales, acate el ordenamiento jurídico y promueva el bienestar general).
La esencia de las ciencias médicas es su incertidumbre. Por lo tanto, la valoración circunstanciada, individual, personal y dinámica de la toma de decisiones es una máxima. La tecnología no responde a normas, nos deslumbra y nos ha hecho creer que todo es posible y que no existen límites. Esto es erróneo: los pacientes deciden conforme valores y no todo aquello tecnológicamente posible está éticamente justificado. Por eso, si bien para los niños existen pautas un poco más restringidas, el paciente adulto tiene un derecho soberano a rechazar un tratamiento médico, aun cuando ello suponga renunciar a su vida.
La vida biológica no es un bien absoluto. De hecho, ningún derecho en nuestra Constitución Nacional lo es. Frente a la cantidad de vida, despunta el concepto de calidad de vida. Y el paciente puede decidir optimizar una a expensas de la otra. Ese es su derecho. No existe una obligación jurídica (ni ética) de vivir a pesar de nuestro propio deseo.
En el campo bioético y jurídico aplicado a la relación asistencial, la intención de nuestras acciones (u omisiones) es fundamental, más allá del resultado individual. Los médicos tienen la obligación de evitar dañar (principio de no maleficencia) y de hacer el bien (principio de beneficencia). Por ello, deben valorar cada acción médica no solo conforme el objetivo procurado sino respecto de sus efectos en el paciente. Esta es una conducta profesional constante e irrenunciable: desde el antibiótico que debe reemplazarse porque la bacteria continúa activa hasta el respirador que prolonga la agonía del paciente sin chance alguna de curación o de mejorar en su calidad de vida, los profesionales de la Salud permanentemente valoran la proporcionalidad de los tratamientos médicos, los adecuan a la evolución de la enfermedad y a las necesidades y preferencias del paciente.
Cuando la ley regula derechos no los “crea”, lo que hace es reconocerlos y dotarlos de un marco de referencia. Es lo que ocurre con la Ley de Derechos del Paciente, y especialmente el derecho a rechazar tratamientos médicos, no solo ni exclusivamente en el final de vida.
Contras de pensar en pros y contras
Entiendo que presentar este tema como una cuestión pro/con banaliza la importancia de la vida, y de la muerte. Morimos por algo muy sencillo: porque estamos vivos y nuestra existencia es finita. Pero queremos que nuestra vida y nuestra muerte sean humanizadas, no tecnologizadas. Queremos tener un propósito, no un mero transcurrir. No vivimos en “piloto automático”. Nuestros proyectos de vida son múltiples y variados, quizás muy distintos entre sí, pero merecen consideración y respeto. Existe una zona de “discrecionalidad personal”, de autonomía en el sentido bioético y jurídico, donde cada persona es libre de decidir cómo vivir su vida y cómo morir su muerte.
Muchos pacientes no desean prolongar su sufrimiento o padecer empecinamiento terapéutico o sobretratamiento. Entonces, prefieren calidad a tiempo. Otros, por el contrario, prefieren soportar todo tratamiento, por más doloroso que pueda ser, en pos de tener más tiempo (con la familia, consigo mismos o para alcanzar alguna meta en particular). Ambas opciones son válidas y legítimas, y los profesionales de la Salud (especialmente aquellos dedicados a cuidados paliativos) cuidamos y acompañamos por igual, cualquiera sea la decisión que el paciente tome, y aun cuando nuestra propia decisión pudiera haber sido muy distinta.
La complejidad del tema es esencial y directamente proporcional a la complejidad humana: la persona no es solo biología, es un ser subjetivo axiológico. Empero, como en toda relación humana, aparece la controversia porque se involucran derechos, creencias y valores que resultan trascendentales y caros no solo para cada uno, sino porque parecen ser los que definen qué tipo de sociedad queremos ser. Y eso es lo que ocurre, de manera esperable, con la disponibilidad del derecho a la vida y a la muerte.
Alguien me habló todos los días de mi vida al oído, despacio, lentamente.
Me dijo: “¡Vive, vive, vive!”. Era la muerte.
Jaime Sabines
Tensiones, dilemas, interrogantes
A diferencia de lo que sucede con la adecuación del esfuerzo terapéutico, cuya legalidad, legitimidad y eticidad están ampliamente aceptadas, la eutanasia y el suicidio médicamente asistido parten de una prohibición expresa en nuestro sistema jurídico. Por lo que el camino es un poco más difícil: debemos ponernos de acuerdo primero acerca de la necesidad de su legalización (despenalización) para luego pensar en su regulación. Son dos momentos de un mismo proceso.
Nos enfrentamos a una tensión permanente en una sociedad civilizada: cómo garantizar la libertad individual, los valores y la pluralidad dentro de una convivencia democrática. Por ello, el dilema ante nosotros es mucho más profundo: ¿Cómo asegurar una vida y una muerte en los propios términos valorativos de cada persona? ¿Cómo encontrar un sustrato común para abordar el sufrimiento que la enfermedad y/o el envejecimiento provocan en cada quien? ¿Cuál es el rol de los profesionales de la Salud en ese proceso? ¿Quién representa la voz/interés del paciente y cuál es la función del Estado en esa relación?
Es claramente un dilema porque no hay solución, solo opciones. Ninguna decisión es inconsecuente. Y cada habitante tiene su propia concepción personal acerca de lo bueno, lo malo o lo mejor, o cuáles consecuencias está dispuesto a enfrentar. Hay, además, tantas vidas con dignidad y tantas muertes con dignidad como personas existimos en la Tierra.
Los proyectos de ley que aguardan tratamiento en el Congreso de la Nación pecan de la misma simplificación y confusión. Lo que otras sociedades resolvieron no es un espejo, es solo un ejemplo. Y cada sociedad debe encontrar su propia forma de abordar estas cuestiones.
Muchos son los interrogantes que surgen cuando pensamos en ello. ¿Debemos poner un límite a una decisión tan personal? ¿Cuál? ¿Cómo? ¿Quién? ¿Qué es lo justo? ¿Qué es lo adecuado? Y desde la política (Poder Ejecutivo, Poder Legislativo) también se preguntarán: ¿Qué es lo conveniente? ¿Qué es lo oportuno?
La discusión entonces no es sobre “eutanasia sí o no” o «eutanasia vs. cuidados paliativos», sino acerca de la protección jurídica que el derecho (la ley) debe otorgar a la libertad individual y a los derechos personalísimos, como la vida y la muerte. La pregunta para abordar es desde cuándo, hasta cuándo y con qué intensidad la ley debe regular la disposición individual de los bienes vida y muerte. El debate es, entonces, mucho más complejo y profundo: cómo una sociedad determinada encuentra el equilibrio humanamente perfecto entre derechos/necesidades individuales, interés social y regulación, en un marco de justicia y equidad.
En este punto debemos recordar que los cuidados paliativos hacen mucho por la calidad de vida, el abordaje del sufrimiento y el respeto a los valores personales y familiares, pero no son (ni deben ser) un antídoto contra la eutanasia.
Existe un fundado temor a que, en una sociedad profundamente desigual e inequitativa, donde la accesibilidad a los cuidados paliativos ronda el escaso 12% y con un sistema de Salud estresado e insuficiente para cubrir una adecuada demanda de atención, habilitar la eutanasia y el suicidio médicamente asistido como opciones terminaría en una falacia y un mensaje desesperanzador de que “no todas las vidas merecen valor y consideración”.
En el fondo de la cuestión, la duda que subyace es a cuál “temor” le tememos más: al de acortar una vida valiosa para el propio sujeto o al de prolongar el sufrimiento a expensas de la voluntad y dignidad del paciente.
“Errar del lado de la vida” es un viejo adagio que muchos profesionales han adoptado como fórmula principista. Pero, en situaciones de final de vida o en circunstancias de gran carga personal por el sufrimiento de una enfermedad limitante o amenazante para la vida, de cronicidad sin chances, con alta demanda personal y familiar, la vida biológica es condición necesaria pero no suficiente. Somos seres biográficos trascendentes. Nuestra existencia requiere, exige, humanidad permanente.
En Mito de Sísifo, Albert Camus2 afirmaba que la pregunta filosófica primera es “si la vida vale la pena de ser vivida”. La respuesta solo puede provenir de cada uno de nosotros desde su magnífica complejidad individual, social, familiar y espiritual. Cuándo la vida deja de ser un derecho para transformarse en una carga, cuántas veces estamos dispuestos a remontar la ladera de la montaña con la piedra que —indefectiblemente— volverá a rodar cuesta abajo es nuestro gran dilema individual.
El puntapié inicial de este debate profundamente humano debe ser la claridad conceptual. De lo contrario, se crea una Torre de Babel donde cada uno habla un lenguaje único que inhibe toda comunicación.
* * *
1 – Locución latina que significa “Recuerda que morirás”.
2 – CreateSpace, 2016.

Susana Ciruzzi
Cultura Paliativa
Abogada y especialista en Bioética.
Vive y trabaja en Memphis, Estados Unidos.
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